Redireccionando.

Luego de una procelosa mañana, por lo demás, llena de desastres naturales, paré al primer autobús que se cruzó ante mi vista, más bien, al primero que me dio algo de confianza. Una vez sentada, mirando por el vidrio de polvo que me impedía a ratos asomarme a ver el escaso paisaje de la ciudad, me encontré absorta entre un revoltijo de pensamientos, más bien parecían objetos enormes dentro de una pequeña licuadora que intentaba destrozarlos o al menos hacerlos digeribles, pero entre toda esa inmensidad, no encontré el itinerario que requería para un nuevo viaje. Intenté formar, o al menos imaginar, el itinerario, mientras cada vez el rumbo incierto se acercaba, decidí creármelo. Más de mil cuatrocientas cinco ideas pasaron por mi mente, la misma cantidad de ideas fue desechada a segundo de ser concebidas. Terminé por dejarme a la vida, a un destino desconocido. No reconocía calle alguna ni plazas ni edificios. El recuerdo de una pequeña criatura estrepitosamente atacó mi cabeza, mis pensamientos, en ellos encontró una herramienta, descubrió la puerta trancada que hace años no se abría, la de mi corazón.

La inmensa fila de autos adquiría sincronización al prender sus luces, era como un melodioso baile, algo agridulce, pero alegraba en ese momento el intenso sentir de estar sola en un lugar lleno de gente. De verde a rojo cambiaban lo semáforos en un abrir y cerrar de ojos (no había notado la ironía de los semáforos…)

El fulgor del sol, cada cierta fracción de segundos, permitía entrever una gama de hermosos colores. Más temprano que tarde, los pasajeros (me incluyo entre ellos) conocieron el paradero final del autobús tipo concuna…

Por un instante creí encontré la paz ausente hace días.